Los escritores decentes tienen gatos por mascotas; o, en el peor de los casos, perros. Y después está Charles Dickens, que tenía un cuervo. Grip se llamaba, y aunque no fue el primer cuervo que tuvo sí que fue el que más quiso. Tanto que cuando se murió en 1841 su dueño mandó embalsamarlo con arsénico y con la sana intención de preservarlo por los siglos de los siglos. Así es como hoy en día puede verse, posado con majestuosidad sobre un tronco, en el Departamento de libros raros de la biblioteca pública de Filadelfia, ciudad en la que Edgar Al
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