Existe la leyenda de que a Diego Velázquez no se le daba bien pintar caballos, que no era muy ducho en el arte ecuestre. Lo cierto es que en Sevilla, donde había desarrollado su carrera hasta que su paisano el Conde Duque de Olivares, el valido real, le trajo a la Corte en 1623, nunca había pintado ninguno. Otra de las famas ganadas a pulso era lo perfeccionista que era. En un giro paradójico del destino, sin embargo, ese perfeccionismo llevó a que con el paso del tiempo se perciban fallos en algunas de sus obras que en verdad no lo son.
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