Ya sabemos que tanta opulencia albergaba una triste realidad para las clases más desfavorecidas —y a veces, no tan desfavorecidas—. Veamos algunos curiosos, lúgubres (y a nuestro juicio actual, absurdos) detalles de esta época. No se podía entrar a un comercio sin intención real de comprar nada. Mucho menos de preguntar precios o regatear. Este acto era visto como típico de una persona envidiosa. A ningún tendero se le recriminaba si vetaba la entrada a aquellos clientes que tan solo venían a «fisgar».
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