Tendría yo unos diez años cuando mi padre, médico rural, solía llevarme los domingos al hospital psiquiátrico de Vila-seca, cerca de Tarragona. Todos conocían ese centro como el manicomio o el lugar donde se encerraba a los locos, y mi padre lo visitaba regularmente para atender las enfermedades ordinarias de los pacientes, mientras que los trastornos mentales los trataban otros a golpe de inyecciones de trementina, camisas de fuerza y electroshocks.Siete décadas después, las cosas han cambiado. La locura ha quedado en un plano más literario g
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