Cuando un falangista asesinaba a un republicano y le robaba el reloj de bolsillo, rompía una cadena. No sólo la leontina, sino también el cordón umbilical que mantenía unidos a aquellos hombres con sus antepasados. El reloj se heredaba de padres a hijos. Los matones, con ese gesto de desvalijar al muerto, no sólo usurpaban un artilugio que medía el tiempo, sino que paralizaban el tiempo mismo. O sea, la memoria.
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