En el siglo XIX la prisión significaba única y exclusivamente castigo y, por tanto, implicaba todo aquello que supusiera incomodidad, humillación y, en definitiva, hacer pagar al interno por sus crímenes. Al principio las labores encargadas a los presos tenían relación con la productividad, como por ejemplo picar piedra o recoger cultivos. Pero pronto hubo más convictos que trabajo real, por lo que las autoridades carcelarias comenzaron a inventar dispositivos que permitiesen seguir aplicando el concepto de trabajos forzados.
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