Hubo en Norteamérica un cineasta de horror que entre los años 50 y 60 logró que la audiencia experimentara el cine de una manera inusual. En la proyección de sus películas los espectadores vieron en la pantalla esqueletos colgando de hilos, gritaron y se sobresaltaron de susto debido a que las butacas estaban electrizadas, recibieron pólizas garantizando la protección contra una eventual muerte por espanto, o tuvieron intervalos para escapar del cine por el intenso terror que supuestamente podían generar sus filmes.
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