Vic Chesnutt apenas tenía movilidad en tres dedos de la mano izquierda, pero sus dedos no se amedrentaban al enfrentarse con las cuerdas. También se atrevían con el piano y el clarinete. Su voz era un susurro, que le agotaba hasta el sufrimiento. Aun así, cantar le costaba menos que encarar la vida. La depresión y la euforia se alternaban en su alma con un ritmo impredecible.
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