Amanecía, y desde la torre de Breogán se veía gran parte del mundo: a sus pies Brigantium; al oeste llegaba a contemplar Arae Sestianae, y un poco más allá el fin del mundo; al sur atisbaba Assegonia, justo antes del gran fuego que ahora era Iria Flavia. Aquella tierra que los invasores llamaban Al-Yalalika, a cuyo obispado se debía, no era más que un país asolado por las razzias musulmanas, un territorio para el saqueo y la muerte. Suspendido en las alturas observaba un punto determinado entre el infinito mar. Sabía lo que buscaba.
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