Cuando leí por primera vez Persona non grata, en 1985, en la edición que ese año acababa de publicar Plaza & Janés, yo era un estudiante de Filología Hispánica que estaba recibiendo las primeras nociones de literatura hispanoamericana, a la que muchos todavía consideraban, en la poco actualizada academia española de entonces, un apéndice de la peninsular. En aquel momento me interesó nada más que la historieta, la pertinacia represora de una dictadura a la que nadie llamaba así en el entorno y el país en el que me movía.
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