Cuando el 11 de mayo de 1928 el joven atracador y homicida convicto Clarence Buck Kelly colgó de la soga hasta morir, el cirujano jefe de la prisión estatal de San Quintín (California) certificó su muerte. Luego condujo el cadáver a una sala apartada y, como en otras ocasiones, le cortó los testículos con el fin de trasplantárselos a otro preso de edad más avanzada. La idea de castrar un cadáver e implantarle sus testículos a un hombre vivo resulta siniestra, y del todo intolerable si se hace sin el consentimiento del reo.
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