Durante un par de días al año presumíamos de tener nuestra propia sala de cine en la plaza del pueblo, junto a la iglesia. La llegada de los gitanos generaba una expectación instantánea y no pocas desconfianzas, especialmente entre aquellos que temían a cualquiera que no pudiesen identificar por los dos apellidos y un domicilio conocido. Así, bajo la atenta mirada de unos y otros, comenzaban aquellos nómadas a descargar sus camionetas y levantar una carpa harapienta que se desplegaba como un paraguas.
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