Ninguna ratonera funciona sin la complicidad del ratón. Por lo menos, ésas clásicas de madera y alambre con un trocito de queso, que, cuando la bestezuela incauta hinca los dientes, disparan un resorte y atrapan al miserable roedor por el pescuezo. Y no está de más recordarlo a la hora de considerar en qué nos estamos convirtiendo, en España. En qué pandilla de gilipollas pretendemos transformar a los niños que un día, más pronto que tarde, tendrán nuestras vidas y nuestra vejez en sus manos.
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