legamos al restaurante de moda. No había resultado fácil reservar mesa, pero aquel día era especial y mereció la pena esforzarse por conseguir un hueco para una velada en la intimidad. Luz tenue y la música de un piano acariciado con mimo en alguna esquina del local presagiaban un cara a cara muy cercano y lleno de afecto. Pero mientras ojeábamos los manjares de la carta, elevamos la mirada para observar con horror una estampa tristemente cada vez más frecuente: nuestra media naranja tenía el rostro iluminado, pero no por la pasión del momento
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