Algunos de ustedes recordarán aquellos tiempos prehistóricos, los años setenta y ochenta, cuando nadie usaba internet, ni había teléfonos móviles, y la televisión analógica era la principal ventana de los ciudadanos al mundo. El espectador estaba condenado a tragarse lo que le ofreciesen, sin mucha alternativa. La rutina dominaba la emisión. La audiencia estaba acostumbrada a esa rutina. Lo bueno de las épocas rutinarias es que los incidentes excéntricos dejan mucha más huella, y cualquier gilipollez termina adquiriendo la categoría de leyenda.
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