Imperial, como no podía ser de otra forma, ataviado con los ropajes -es un decir- de su Graciosa Majestad, corona sobre la testa, báculo en mano, y luciendo su característico bigote oscuro, que distraía la atención, siquiera por un instante, de sus prominentes incisivos, el cantante de Queen oteaba desde el escenario del campo del Rayo Vallecano a la multitud de ‘súbditos’ enfervorecidos que abarrotaba el césped y las gradas. Era el final de un derroche ‘mágico’ en forma de luminotecnia, explosiones de luz blanca y una dosis heterogénea de rock
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