Tras la Primera Guerra Mundial, la consternación general ante los horrores de la guerra química, responsable de la muerte dolorosa de 90.000 soldados y de que cerca de un millón de hombres regresasen a casa ciegos, desfigurados o con lesiones, impulsó la negociación para que aquello no volvieran a suceder. Como resultado de estas negociaciones, en junio de 1925 se firmó el Protocolo de Ginebra que, aunque nada decía acerca de la producción y distribución, prohibía del uso de armas químicas y biológicas.
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