Hacía mucho frío en aquel diciembre de 1889. La prensa madrileña dedicaba sus páginas principales a la crónica del dengue y del trancazo, sobrenombres indistintos para definir una epidemia de gripe que se había cobrado 162 días el mismo día que Gayarre se desmayó. Moriría en la madrugada del 2 de enero del nuevo año. Y lo hacía consciente de su final: “Ahora no dirán que no sé morir, esto no es teatro”, habría dicho el tenor después de recibir la extremaunción.
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