El pequeño Wes Craven tenía prohibido en su infancia asomarse a cualquier película por decisión de la zumbada de su madre, una mujer que había fichado por el cristianismo fundamentalista bautista duro y creía que eso del cine era un invento de criaturas con la frente astada que cagaban azufre con regularidad. Por culpa de aquello Craven no cultivaría realmente el amor por lo cinematográfico hasta la universidad, momento en el que aprovecharía para visitar con frecuencia la sala de cine y amamantarse de Federico Fellini, Luis Buñuel o Bergman.
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