A mediados de los años noventa irrumpió desde Manchester una banda de niñatos deslenguados con ganas de comerse el mundo. Eran Oasis, y el brillo estelar de su música iluminó a tantos como a otros cegó su retorcido sentido del humor y su corrosiva verborrea.Y es que fue tal la cantidad de cadáveres que dejaron en la cuneta de sus entrevistas, que cuando les daba por hablar bien de alguien, el afortunado era inevitablemente visto como un privilegiado superviviente. Uno de ellos fue Richard Ashcroft.
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