Cuando yo era pequeña –me consta que antiguos compañeros de colegio andan por aquí y pueden corroborarlo- la vida escolar para mí era un infierno. Durante años –repito: años- recibía a diario insultos de todo tipo, que bailaban entre el nivel económico de mis padres y mis enormes orejas, pasando por cualquier otra cosa, como mis buenas notas o cometer el error de tropezar en público. Pero casi podría decir que lo peor no eran los insultos: lo peor era el vacío.
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