En la escuela ya no nos hablaban de Dios. Bueno, un poco. Lo intentaban. Pero era un discurso vacío. Un mero formalismo. Había muchos más. Consistían en palabras y tonos, que aludían a las reglas de la vida, la política, la honestidad. En general, cuando emitían esas palabras, las veías venir, y te daba tiempo de apartarte. O de disimular. La escuela es, de hecho, el primer y más dilatado punto de contacto con los formalismos. No son la época. Son, básicamente, el Estado. El Estado no es la vida. Es otro sitio. Inhóspito, inhumano, la locura.