El siglo XIX había sido en España -lo era todavía, en aquel momento- un desparrame de padre y muy señor mío: una atroz guerra contra los franceses, un rey (Fernando VII) cruel, traidor y miserable, una hija (Isabel II) incompetente, caprichosa y más golfa que María Martillo, un rey postizo (Amadeo de Saboya) tomado a cachondeo, la pérdida de casi todas las posesiones americanas tras una guerra sin cuartel, una primera insurrección en Cuba, una guerra cantonal, una Primera República del Payaso Fofó que había acabado como el rosario de la Aurora