Con un mero autocertificado, cualquier representante del obispado, con atribuciones legales similares a la de cualquier notario, podía apropiarse de un número indeterminado de inmuebles que no contaban con propietarios reconocidos en el registro de la propiedad. De esta manera, la Iglesia católica inmatriculó miles de inmuebles a su nombre, dedicados al culto religioso o no, entre ellos iglesias, ermitas, cementerios, huertas, pisos, almacenes, garajes, plazas públicas y hasta calles.