E n los tiempos que corren pocas situaciones nos permiten disfrutar de certezas. Si compramos en el súper, sabemos que de las etiquetas hay que fiarse hasta cierto punto, y que conviene revisar de arriba abajo lo que el fabricante nos ha querido mostrar o se ha visto obligado a poner. Sin embargo, cuando uno acude a la farmacia y pide el medicamento recetado por su médico, o se deja aconsejar por un profesional farmacéutico, uno cree poder estar seguro de que lo que le despachan es lo más adecuado para su problema de salud.