El 29 de noviembre de 1936, el joven Ricardo Rambal Madueño, de apenas quince veranos, se despertó en una gélida zanja excavada en el municipio madrileño de Paracuellos del Jarama. Su única compañía, a izquierda y derecha, eran cadáveres inertes; como él, hombres y mujeres que habían sido sacados por las bravas de las prisiones de la capital y llevados hasta aquel triste campo de muerte para ser fusilados. El chico se hurgó la mandíbula, que palpitaba con vida propia, y corrió despavorido. Solo pensaba en escapar.