Hace una mañana gris,
opaca, triste.
Estoy en un bar, con un café,
sentado junto al cristal que da a la calle.
La música –suave, lejana, indiscernible–,
acompaña sin pedirte nada a cambio,
ni siquiera que la escuches.
Cae una llovizna suave
–y un poco torcida– que hace
que algunos de los viandantes
no se la tomen muy en serio
y se resistan a abrir el paraguas.
Aquí dentro solo estamos el camarero y yo,
y ahora mismo esto es lo más cercano
a un pequeño paraíso en la tierra.
Me siento casi como en el camarote
de un tren.
Si lo fuera, yo tendría un billete
hasta la última estación.
Karmelo C. Iribarren