Nunca lo he visto antes,
pero conozco a ese hombre.
Si me acercase,
distinguiría en sus ojos
ese brillo gastado,
como sin vida,
que tanto me recuerda, por cierto,
a los oficinistas de mi infancia.
Pronto se llevará la cerveza a los labios,
le dará un sorbo,
y volverá a dejarla
suavemente sobre la barra.
Sin prisa. No la hay. No le hace falta.
Nada nuevo va a ocurrir
y lo sabe.
Se encuentra más allá de la esperanza,
en su perpetuo atardecer.
Conozco a ese hombre, sí,
y me da miedo.
A veces, de madrugada,
poco antes de acostarme,
me mira desde el espejo.
Karmelo C. Iribarren