Y era todo simpatía.
Todo amigos guapos,
bien peinados,
relucientes en sus trajes de domingo.
Era todo admiración,
cuidadosa sensatez,
cortesía repetida
en mil parecidos lances,
cortesía que de usada
entre bostezos aflora,
cortesía funcional
y funcionaria
que a la postre le funciona.
Era todo urbanidad,
correcta moderación,
templanza bien fundida
en moldes de indiferencia,
mesura recalculada
en hastío mercenario
que a cualquier doblez se pliega,
que todo lo tolera
porque todo lo desprecia,
inaccesible a la irritación
porque el mundo le es ajeno.
Era todo blandura y comedimiento,
que si auténtico resultaba repulsivo,
si ensayado, viperino.
Eran todos,
uno a uno,
lo que nosotros no somos,
y esa luz que no sabemos
si es fulgor de hoguera
o fosforescencia de podredumbre
cautivó a la que nos mira
como escombros de otro tiempo,
como restos prescindibles
de una niñez lejana
vestida con la ropa
de los hermanos mayores,
disgustada con el ostensible deterioro
de las caricias y los juguetes,
cautiva tras los barrotes
que otras manos envidiadas
trazaron en los libros
que atestaban la mochila.