Un hombre se dedicaba
a contar granos de arena
de un reloj que se encontraba
encadenado a su pierna.
El reloj le obsesionaba
lo observaba noche y día
cada grano escudriñaba
buscando en él su utopía.
Y es que antaño una hechicera
le había profetizado
que, entre tanta arena yerma
una estrella había anidado.
Y si sabía buscarla
en su desierto de cristal
eclosionaría en alba
de brillante luz celestial.
En la sombra de su torre
el hombre desesperaba
pues el mismo oscuro cobre
cada grano coloreaba.
Una tarde, como tantas,
bajó al pueblo más cercano
buscando adquirir viandas
para su encierro ermitaño.
Se desató una tormenta
que le obligó a refugiarse
en la venta de la aldea
hasta que al fin amainase.
Durmió allí y, a la mañana
despertó sobresaltado
su viejo reloj brillaba
cual orbe de luz dorado.
Cada grano era una estrella
y el reloj un universo
oprimido en la trémula
mano del hombre perplejo.
Un rayo de sol ya toca
las esferas transparentes
y con su luz contagiosa
cada grano muerto enciende.
Cada grano era una estrella
con sed de luz simplemente
soñando en su larga espera
hilos de oro y blanca nieve.