El 26 de julio de 2008, la víspera de llegar a París, había tres ciclistas muy nerviosos. Dos de ellos se jugaban la victoria en el Tour de Francia y tenían que exprimir sus fuerzas en una contrarreloj de cincuenta y tres kilómetros. El tercer ciclista nervioso, al que nadie prestaba atención, se enfrentaba a un reto endiablado: debía pedalear lo más despacio posible, perder todo el tiempo que pudiera, pero sin acabar fuera de control y quedar eliminado.
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