El perfil de la vida de Guillermo Gutiérrez parecía predecible. A los 10 años recibió su primera paloma mensajera, y desde entonces comenzó a disfrutar de los rituales sorprendentes de la llegada: su padre le decía que tenía que regalarlas y dedicarse a estudiar. Él se las daba a sus amigos, con el compromiso ineludible de que las soltaran a los pocos días. Entonces ellas, bajo ese mandato misterioso y siempre sin resolución de su brújula interna, volvían a su casa.
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