La camioneta no distingue y tampoco perdona. Amontona en su interior a la gente que quepa, sentada, de pie, acostada. Se han subido abogados con maletines, campesinos con machete y sombrero, ancianas con nietos, jóvenes estudiantes, vagabundos sin destino, poetas sin trabajo. Más pobres que ricos, eso sí, porque en la principal ciudad de un país tan desigual, a las más de 3,000 camionetas repletas de pasajeros las rebasan autos último modelo con un conductor. Lo único que estanca y tampoco discrimina es el tráfico; ese que frena toda actividad.
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