Steve McQueen pasó por el cine con un exceso de velocidad acorde con la ambición del desposeído que, en fecha indeterminada pero con firme convencimiento, decide asaltar los cielos sin importarle los cadáveres a su paso, ni siquiera si estos son de una belleza porcelánica: fina, quebradiza, traslúcida. Así Ali MacGraw. Cuando se conocieron en el rodaje de La huida (1972), de Sam Peckinpah, McQueen ya se había convertido en el epítome del macho fibroso y curtido.
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