Para la mayor parte de analistas e implicados, las elecciones europeas celebradas esta semana, y presentadas como un ultimátum entre avanzar o retroceder, se podían resumir en dos objetivos, o quizás sea más correcto decir deseos: que las fuerzas populistas, extremistas y escépticas no obtuvieran un 30% de los votos (y con ello una minoría de bloqueo); y que la participación, que desde 1979 había caído en todas y cada una de las citas, remontara. Ambos se lograron.
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