A finales de la década de 1930, el inventor de Seattle Ken Shyvers puso en marcha un extraño negocio en una especie de búnker de estudio en el noroeste del Pacífico. Allí, un equipo de mujeres trabajaba hasta altas horas de la noche con máquinas de aspecto extraño que combinaban las capacidades de un tocadiscos, una gramola y una línea telefónica. El precio era de cinco céntimos por canción.
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