No sé si es fácil, ni si responde a realidad alguna, imaginar a un tipo brillantísimo condenado a repetir, cada noche, ante una fauna esperpéntica, un mismo estribillo, sacado de contexto y de quicio, convertido (el estribillo) en un eslogan sin sentido y convertido (el artista) en un espantapájaros de la dignidad y el talento. Algo parecido a esto (o quizás sean solo mi imaginación y mi rabia las que fecundan esta escena demente y tragicómica) es lo que ocurrió durante los últimos días de Juan Antonio Canta.
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