Dorothy Parker olía a muerte. No como una mujer que andaba en malos pasos y escribía siempre desde las cuevas de la autodestrucción, sino de una manera literal: Parker olía como hieden los difuntos recientes, a nardos. Después de intentar quitarse la vida por las muñecas, empezó a perfumarse con el aroma que tradicionalmente usaban los sepultureros, como una bailarina que sonríe mientras le sangran las puntas de los pies: «Sí, estoy viva, pero no es lo que quiero», le gritaba a los olfatos de los felices veinte.
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