Enero llega como una oportunidad. Escribo listas con entusiasmo: ir al gimnasio, comer sano, leer más, ser mejor. Las pego en la nevera. En mi cabeza me aseguro: "Esta vez será diferente."
La primera semana no va mal. El gimnasio a las 06:30 es un lugar agradable sin demasiados agobios. En las visitas al super esquivo los pasillos de los dulces y conduzco directo hacia las verduras. En casa es el momento de quitar el polvo de la pila de libros "por leer". Todo va bien.
Pero algo extraño pasa. Una mañana, casi sin darme cuenta, mi mano se alarga para posponer la alarma del móvil. Esa tarde, unas magdalenas y unas croquetas de jamón aparecen en el carrito. Y los ratos libres, de repente se llenan de sofá, Instagram y Netflix.
La magia empieza a desgastarse. Las metas, antes inamovibles, se convierten en pequeñas culpas sobre los hombros. El mes que había prometido ser un amigo alentador se convierte en un juez implacable que no deja de recordarme lo fácil que es tropezar.
El último día, frente espejo, recuerdo la lista de propósitos intacta en la nevera. El reflejo, cansado pero lúcido, deja escapar un suspiro y murmura con resignación:
- Maldito Enero.