Cuando vivía en Francia, España era el paraíso para Estebitan. El mes de vacaciones transcurría en el pueblo donde había nacido antes de que sus padres emigraran. Todo era diversión y aventuras: los baños en el río, las exploraciones en los alrededores montado en su bicicleta, la pesca de cangrejos y ranas, las tardes en la era montado en el trillo, e incluso la lectura de esos libros que el abuelo guardaba en un baúl, algunos de los cuales no eran desde luego libros infantiles.
Es por ello que el regreso a España fue aún más impactante de lo esperado. El barrio obrero donde se instalaron no podía ser más diferente a su pueblo: calles cuadriculadas con edificios que eran todos similares y desagradables a la vista, ninguna zona verde a la vista pues todas ellas habían sido sustituidas por más edificios, y escuelas que no tenían ni patio de recreo y en las que libros, cuadernos y todo el material escolar debía ser pagado por los padres.
Pero lo que más sorprendió a Estebitan en la escuela fue la asignatura de religión católica. En ella se estudiaban todas esas cosas absurdas y sin sentido del catecismo que su madre le había enseñado en casa para poder hacer la primera comunión en su pueblo. Algo que en su escuela de Francia no se mencionaba nunca, casi ni sabía si sus compañeros de clase practicaban alguna religión.
En ella se estudiaban todas esas cosas absurdas y sin sentido del catecismo
Cuando habían pasado ya tres años, Estebitan estaba precisamente en la clase de religión católica a cargo de don Severiano, que era asimismo párroco en la iglesia del barrio. En ese momento, don Severiano había acorralado en una esquina a un alumno díscolo y le estaba golpeando con saña con la regla de madera del aula. Era algo que ya había ocurrido varias veces y todos los demás alumnos permanecían paralizados por el miedo. Pero en ese momento la puerta del aula se abrió bruscamente y entró la señorita Manoli, la profesora de Historia.
—¿Qué está pasando aquí? —dijo con cara de asombro.
Don Severiano levantó la mirada y, por un momento, pareció que su furor iba a recaer en la recién llegada, pero su cara se dulcificó.
—Nada importante. Lo hago por su bien, porque le quiero mucho —alegó don Severiano con voz algo trémula.
—De todas formas, me llevaré a este niño a la sala de profesores—replicó la señorita Manoli agarrando al alumno apaleado.
Estebitan sintió en ese momento que no era el único que no le encontraba sentido ni a esa clase ni a la autoridad que se le había concedido a ese cura. Y una pequeña llama de rebeldía se encendió en su interior.