Dexter se quedó pensativo.
—De acuerdo —respondió al fin—. Probablemente eso no hará ningún daño. Pero no se dejen ver demasiado. Y procuren no exponerse a ningún peligro, porque no habrá nadie que pueda ayudarlos. Y no vayan por ahí alborotándonos las cosas. Este caso no está maduro todavía. Y mientras siga así, nuestra política con el señor Big es la de «vive y deja vivir».
Bond miró a Dexter con aire burlón.
—En mi profesión —dijo—, cuando me tropiezo con un hombre como ese, tengo otra divisa: «vive y deja morir».
Dexter se encogió de hombros.
—Tal vez —respondió—, pero ahora está bajo mis órdenes, señor Bond, y me sentiré complacido si las acata.
—Por supuesto —le aseguró Bond—, y gracias por toda la ayuda que me ha prestado. Espero que tenga suerte con su parte del caso.
Dexter alzó un brazo para detener un taxi. Se estrecharon la mano.
—Hasta pronto, muchachos —fue la breve despedida de Dexter—. Conserven la vida.
El taxi se incorporó al tráfico que ascendía hacia la parte alta de la ciudad. Bond y Leiter se sonrieron el uno al otro.
—Un tipo capaz, diría yo —comentó Bond.
—En su profesión todos lo son —admitió Leiter—. Con tendencia a mostrarse algo pomposos y estirados. Un poco quisquillosos cuando se trata de sus derechos. Siempre están riñendo con nosotros o con la policía. Pero supongo que en Inglaterra tenéis más o menos el mismo problema.
—Desde luego —asintió Bond—. Siempre vamos a contrapelo del MI5, y ellos siempre le pisan los callos a la brigada especial. La de Scotland Yard —aclaró—. Bueno, ¿qué me dices acerca de darnos una vuelta por Harlem esta noche?
—Me parece bien —respondió Leiter—. Te dejaré en el St. Regis y pasaré a recogerte a eso de las seis y media. Te esperaré en el bar King Colé de la planta baja. Supongo que quieres echar un vistazo a ese señor Big —dijo con una sonrisa—. La verdad es que yo también, pero no habría sido conveniente decírselo a Dexter.
Hizo señas para detener un taxi.
—Al St. Regis —ordenó al taxista—. En la esquina de la Quinta Avenida y la Cincuenta y cinco.
Entraron en el automóvil, una caja de hojalata recalentada que olía a humo de cigarro de la semana anterior.
Leiter bajó la ventanilla.
—Pero ¿qué quiere hacer? —preguntó el taxista por encima del hombro—. ¿Matarme de una neumonía?
—Exacto —respondió Leiter—, si con eso evitamos morir en esta cámara de gas.
—Es un tío listo, ¿eh? —dijo el taxista, haciendo chirriar el cambio de marcha. Se quitó una colilla de cigarro masticada de detrás de la oreja—. Tres por veinticinco centavos —declaró con tono ofendido.
—Ha pagado veinticuatro de más —le aseguró Leiter.
El resto del trayecto transcurrió en silencio.
Se separaron al llegar al hotel y Bond subió a su habitación. Eran las cuatro de la tarde. Pidió a la telefonista que lo llamara a las seis. Pasó un rato mirando por la ventana del dormitorio. A su izquierda, el sol se ponía en medio de un incendio de color. En los rascacielos se encendían las luces, convirtiendo la ciudad en un dorado panal de abejas. Abajo, las calles eran ríos de luces de neón carmesí, azul, verde… El viento suspiraba tristemente en el aterciopelado ocaso, confiriendo a la habitación una atmósfera aún más cálida, segura y lujosa. Echó las cortinas y encendió las luces suaves que había encima de la cama. Luego se quitó la ropa y se metió entre las finas sábanas de percal. Pensó en el cortante frío de las calles londinenses, en el calor insuficiente que despedía la estufa de gas de su despacho del cuartel general del Servicio Secreto, en el menú escrito con tiza en la pizarra del pub donde había estado el último día que pasó en Londres: Salchicha gigante al horno con mantequilla y verduras.
Se desperezó con una profunda sensación de placer. Casi de inmediato se quedó dormido.
Ian Fleming, "Vive y deja morir".