Predo miró a su alrededor aturdido, empuñando sin fuerza la espada y aguardando a que alguien con la muerte pintada en los ojos cargase contra él. Entonces, de repente, comprendió que la batalla había terminado. Los hombres se habían detenido y tenían la mirada fija, como él. Se dejaban caer en el río mientras se apretaban las heridas. Daban vueltas, confusos. En aquel momento, un jinete que no estaba muy lejos de él se irguió en los estribos y, despojándose del yelmo, exclamó:
–¡Victoria!
El sargento Mazarine yacía encima de una roca con los brazos extendidos. Estaba muerto. Todos lo estaban. Las batallas no son tan malas. Siempre que estés en el bando ganador.
Unos cuantos comenzaron a lanzar vítores, seguidos por otros más. De Ospria, ciertamente. Predo miró a la mujer. Ésta dio un paso hacia delante, tambaleándose, y se dejó caer en los brazos del monstruo semidesnudo, mientras su maza, a la que aún seguía pegada la sangre del sargento Mazarine, colgaba de la espalda desnuda del norteño.
Apenas estaban a tres pasos en un abrazo exhausto, y Predo era rápido. Podía haber cargado contra ella y partirle en dos la nuca con su espada. En aquel momento podría haber acabado con la infame Serpiente de Talins.
Pero el norteño le miró en ese instante, y Predo sintió que un frío helador le dominaba. Una enorme cicatriz cruzaba su rostro salpicado de sangre. Perdida en medio de ella, una brillante bola de metal muerto relució con la humedad en cuanto el sol consiguió atravesar las nubes.
Fue entonces cuando Predo decidió que la vida de soldado ya no le convenía. Tragó saliva y lanzó su espada al aire todo lo alto que podía.
–¡Victoria! –exclamó, uniéndose a los demás.
A fin de cuentas, allí todo era un caos y nada en sus ropas revelaba si estaba con Talins o con Ospria. Sólo era otro muchacho más con un justillo de cuero. Sólo uno más de los afortunados que habían sobrevivido.
–¡Victoria! –volvió a gritar con voz cascada al mirar el cadáver roto del sargento Mazarine, que seguía encima de una roca, rodeado por la espuma del río, pretendiendo que las lágrimas que mojaban sus mejillas eran de alegría.
Fragmento del relato Lugar equivocado, momento equivocado, de Joe Abercrombie, publicado dentro la antología de relatos Filos Mortales (2016)