«Considerando, con asombrosa lucidez, la inutilidad de las combinaciones hasta este momento elaboradas por cerebros vacíos con el fin de atenuar la miseria; inquebrantablemente convencido, además, de la utilidad de los pobres, creyó tener algo mejor por hacer que emplear en el alivio de ese rebaño los recursos financieros o intelectuales de que disponía.
En consecuencia, resolvió aplicar los últimos resplandores de su genio al consuelo de los millonarios.
–¿Quién piensa –decía– en los dolores de los ricos? Acaso sólo yo, con el divino Bourget, por quien mi clientela delira. Como ellos cumplen su misión, que consiste en divertirse para hacer que el comercio progrese, con demasiada facilidad se los supone felices, y se olvida que tienen corazón. Se ostenta la jactancia de oponerles las groseras tribulaciones de los indigentes, quienes tienen el deber de sufrirlas después de todo, como si los andrajos y la falta de comida pudiesen ser comparados con la angustia de morir. Porque tal es la ley. Sólo se muere de verdad a condición de poseer. Es indispensable tener capitales para entregar el alma, y esto es lo que no se quiere entender. La muerte sólo es separarse del Dinero. Aquellos que no lo poseen, no tienen vida, y en consecuencia no pueden morir de verdad».
León Bloy, Cuentos descorteses