Me subo a una silla y voy bajando al suelo las cajas de singles. Habrá siete u ocho en total, y aunque las dejo en el suelo procurando no fijarme demasiado en lo que contienen, sin querer me llama la atención el primer single de la última caja: es un James Brown de la King, treinta años de antigüedad, de modo que se me hace la boca agua sólo de pensar en el festín que me aguarda.
Cuando me pongo a repasar como es debido, entiendo que tengo entre manos el cargamento que siempre soñé encontrar, siempre, desde que empecé a coleccionar discos. Hay singles de los Beatles en edición especial y limitada para los clubs de fans; está la primera docena de singles de los Who, y hay originales de Elvis, de principios de los sesenta; hay montones de singles de blues y de soul, y... ¡un ejemplar del «God Save the Queen», de los Sex Pistols, editado por la A&M! ¡No lo había visto en mi vida! Y... ¡oh, no! ¡Oh, no! ¡Dios, no! Está «You Left the Water Running», de Otis Redding, en la edición especial hecha siete años después de su muerte, retirada inmediatamente del mercado por su viuda porque no le...
—¿Qué te parece?
Me mira apoyada contra el marco de la puerta, con los brazos cruzados, una media sonrisa por la cara de bobo que seguramente se me habrá puesto.
—Es la mejor colección que he visto en mi vida.
No tengo ni idea de qué puedo ofrecerle. El lote debe de valer al menos seis o siete de los grandes, y ella lo sabe. ¿De dónde voy a sacar tanta pasta?
—Pues dame cincuenta libras y te los puedes llevar todos hoy mismo.
Me la quedo mirando: acabamos de dar oficialmente el salto a Chistelandia Fantástica, que es donde aparecen esas viejecitas que te pagan unos buenos dineros para convencerte de que te lleves sus muebles estilo Chippendale. Lo que pasa es que no me las estoy viendo con una viejecita, y ella sabe de sobra que lo que tiene ahí vale muchísimo más de cincuenta libras. ¿Qué está pasando?
—¿Son robados?
Se echa a reír.
—No creo que me hubiese valido la pena, ¿verdad que no?, llevarme todo este lote por una ventana para sacar en total cincuenta libras. No, son de mi marido.
—Entiendo. ¿Así que últimamente no se lleva demasiado bien con él?
—Ni me llevo ni me dejo de llevar. Se ha largado a España, a no sé qué costa, con una chavala de veintitrés años. Una amiga de mi hija, para más señas. Y ha tenido el morro de llamarme y pedirme dinero prestado. Yo le he dicho que no, así que me ha pedido que venda su colección de singles y que le envíe el cheque por lo que saque, quedándome un diez por ciento de comisión. Ahora que me acuerdo, asegúrate de darme un billete de cinco libras, porque quiero enmarcarlo y colgarlo de la pared.
—Le tiene que haber costado muchísimo tiempo reunir esta colección, ¿sabe?
—Sí, años enteros. Esta colección es más o menos el único éxito que ha tenido en toda su vida.
—¿Tiene trabajo?
—Él dice que es músico, pero... —Hace una mueca de incredulidad y de desprecio—. No hace otra cosa que gorronearme y pasarse el día ahí sentado, con el culo cada vez más gordo, mirando los sellos de los discos.
Imagínate: vuelves a casa y te encuentras con que se han pulido tus singles de Elvis y tus singles de James Brown, tus singles de Chuck Berry y todos los demás por cuatro perras, por puro despecho. ¿Qué harías? ¿Qué dirías?
—Mire, ¿no puedo pagarle como es debido? Ni siquiera tendría que decirle a él cuánto ha sacado por los singles: le manda las cuarenta y cinco libras y el resto se lo gasta en lo que quiera, o lo da para obras de caridad, o lo que sea.
—No, ése no es el trato. Quiero ser odiosa pero justa.
—Bueno, lo siento. Yo... prefiero no tener nada que ver con este asunto.
—Como quieras. Seguro que hay otros muchos que sí.
—Ya, lo sé de sobra. Por eso estoy intentando llegar a un acuerdo. ¿Qué le parece mil quinientas? Lo más probable es que la colección valga cuatro veces más.
—Sesenta.
—Mil trescientas.
—Setenta y cinco.
—Mil cien. Y de ahí no bajo.
—Pues yo no pienso vendértela por más de noventa.
Los dos estamos sonriendo. Es difícil imaginar otras circunstancias en las que pudiera darse semejante negociación.
—Es que así mi marido podría permitirse el lujo de volver a casa, ¿entiendes? Y eso sí que no, de ninguna manera.
—Lo lamento, pero creo que lo mejor será que busque a otro.
Cuando regrese a la tienda me pondré a llorar a moco tendido, a llorar como un crío durante un mes entero, pero es que no puedo animarme a hacerle a ese tío semejante putadón.
—Por mí, estupendo.
Me levanto para marcharme, pero me vuelvo a arrodillar. Sólo quiero echar una última mirada con calma.
—¿No me podría vender solamente este single de Otis Redding?
—Desde luego que sí. Diez peniques y es tuyo.
—Venga, por favor. Déjeme pagarle diez libras; por mí, como si después quiere regalar todos los demás.
—Hecho, pero sólo porque te has tomado la molestia de venir hasta aquí, y porque eres un tío con principios. Y sólo por esta vez. No pienso vendértelos uno a uno.
Fragmento de Alta Fidelidad (1995) de Nick Hornby