Leyendo a Homero, soñaba con las sirenas que fascinan a los hombres con sus voces embrujadoras y abandonan, al alba, en los prados que bordean al mar, las osamentas de los imprudentes que sucumbieron a la tentación; encontré, tomando notas de Diodoro de Sicilia y Filón de Alejandría, a Pasífae enamorada de un toro divino hasta el punto de pedir al ingenioso Dédalo la fabricación de una ternera mecánica como añagaza en la que ella se pudiese arrodillar para recibir la simiente taurina y conocer así la voluptuosidad de las bestias; seguí con Ovidio la metamorfosis de Tiresias, hombre transformado en mujer durante siete otoños por haber desapareado en el bosque a dos serpientes enlazadas, personaje cuya experiencia enseña cómo el placer de las mujeres es nueve veces superior en intensidad al de los hombres; he amado a Argos, el perro de Ulises, cubierto de piojos y tirado sobre el estiércol, desconsolado por la desaparición de su dueño durante dos decenios y muerto después de haberlo reconocido.
Siempre he sentido el interés más vivo por estas figuras, pues ellas expresan nítidamente desde los tiempos más antiguos el ineluctable y peligroso poder del deseo, la naturaleza radicalmente animal del placer, la irreductibilidad del cuerpo del hombre al de la mujer y, finalmente, la fidelidad como un asunto exclusivo de la memoria. Con estas cuatro certezas, modestas pero definitivas, me consolé un poco de no haber podido nunca resolver verdaderamente por mí mismo -es decir, bajo el puro ángulo masculino- cinco o seis cuestiones, especialmente las siguientes: ¿qué es una mujer?; ¿qué se puede planear con el cuerpo del otro que no se sitúe trágicamente bajo el signo de la guerra, del conflicto, y que no tienda por ello a la petrificación en los modelos seculares de la pareja, del matrimonio, de la monogamia, de la procreación y de la fidelidad?; ¿adónde apuntan las semejanzas, dónde se manifiestan las desemejanzas ontológicas entre lo masculino y lo femenino?; ¿qué pueden y qué quieren los cuerpos del uno y de la otra?; ¿las ganas de tener hijos es solamente un deseo femenino que los hombres toleran?; ¿el deseo y el placer son sexuados?
Michel Onfray, “Teoría del cuerpo enamorado”.