Estamos, naturalmente, solo en el principio del principio de la revolución robótica. Los robots utilizados ahora son poco más que palancas computerizadas. Están muy lejos de que se les reconozca la complejidad necesaria que justifique la introducción en ellos de «las tres leyes». Tampoco tienen el menor aspecto humano, de modo que no son aun los «hombres mecánicos» que yo he descrito en mis historias y que han aparecido en la pantalla innumerables veces. Sin embargo, lo que está clarísimo es la dirección del movimiento. Los primitivos robots que se fabricaron no eran los monstruos del doctor Frankenstein de la primitiva ciencia ficción. No persiguen la vida humana (aunque accidentes relacionados con robots pueden ocasionar la muerte, lo mismo que los accidentes de coche o de maquinaria eléctrica). Son más bien instrumentos minuciosos y cuidadosamente diseñados para relevar a los seres humanos de obligaciones arduas, repetitivas, peligrosas y desagradables, de modo que intencionadamente y en su filosofía, representan los primeros pasos hacia los robots de mis historias. Los pasos que aun no se han dado irán en la dirección que yo he apuntado. Cierto numero de firmas diferentes están trabajando en «robots domésticos» que tendrán un aspecto vagamente humano y llevaran a cabo algunas de las obligaciones que antes recalaban en los sirvientes.
El resultado es que los que trabajan en el campo de la robótica me tienen en gran consideración. En 1985 se puso a la venta un grueso volumen enciclopédico titulado Manual de Robótica Industrial (editado por Shimon Y. Nof y publicado por John Wiley), y yo escribí una introducción a petición del editor. Naturalmente, para poder apreciar la exactitud de mis predicciones he tenido la suerte de ser un superviviente. Mis primeros robots aparecieron en 1939, como les digo, y he tenido que vivir más de cuarenta años para descubrir que fui profeta. Logré serlo porque empecé a una edad muy temprana y porque fui afortunado. Las palabras no pueden decirles lo agradecido que estoy por ello. La verdad es que lleve mis predicciones sobre el futuro robótico hasta el fin, hasta el último momento, en un relato,
«La Última Pregunta», publicado en 1957. Tengo la insistente sospecha de que si la raza humana sobrevive, podemos continuar progresando en esa dirección, por lo menos en ciertas cosas. Claro que la supervivencia es, como mucho, limitada y no tendré la oportunidad de ver gran cosa más de los futuros avances de la tecnología. Tendré que conformarme con que las generaciones futuras vean (así lo espero) y aplaudan los triunfos de este tipo que pueda ganarme. Yo, claro, no podré. Tampoco son los robots el único campo en el que vio claro mi bola de cristal. En mi historia «El Sistema Marciano», publicada en 1952, describí un paseo espacial con suma exactitud, aunque un hecho de esta clase no tuviera lugar hasta quince años más tarde. Prever los paseos espaciales no fue un ejemplo de presciencia demasiado atrevido, lo confieso, porque concebidas las naves espaciales, tales cosas serían inevitables. Sin embargo, también describí los efectos psicológicos y se me ocurrió uno que se apartaba de lo corriente, especialmente en relación conmigo. Verán ustedes, yo soy un probado acrófobo con un terror absoluto a las alturas y se perfectamente bien que nunca, voluntariamente, iré en una nave espacial. Si me viera forzado a meterme en una, se también que nunca me atrevería a abandonarla para dar un paseo espacial.
Sin embargo, dejé a un lado mi pánico personal e imagine que el paseo espacial producía euforia.
Isaac Asimov, «Sueños de robot. Introducción.» (1986)