Sobre Madurar

—Fuckowski, te has equivocado de planeta.

Por un instante pensé en bosques, en lluvia, en el mar rompiendo al pie de un acantilado, la fría arena de la playa en una noche de verano.

—No puedo imaginarme un planeta mejor. Es sólo que está siendo invadido.

—¿¡Invadido!? —ahí era cuando Paul ya constataba del todo que yo era un paranoico—. ¿¡Invadido por quién!?

—Por hombres pequeños y ciegos, con maletines y trajes, que siempre andan diciéndote cómo funciona el mundo real. Los peores tienen bigote.

—Está bien, está bien. Creo que podemos dejarlo aquí. Por favor, que no se repita lo de ayer. Supongo que con el tiempo acabarás madurando.

—Gracias, Paul. Intentaré que no se repita.

Madurar. Frutas maduras. Frutas que se caen del árbol y se pudren en el suelo. Pocos días antes había ido a un concierto. Whitesnake, en una sala bastante pequeña. Tenía a David Coverdale a diez metros. Cincuenta y siete años tenía ya el hombre, y allí estaba plantado, con su inmensa sonrisa, cantándonos el Here I go Again, llenándonos de toda la energía que le sobraba. A su edad no parecía andarse pudriendo en el suelo. Yo de viejo quería estar así de joven.

Toda mi vida había sido igual. Me desgañitaba exponiendo mis argumentos, mis ideas, mis sentimientos, y siempre se los cepillaban con una sola palabra. Idealista, inmaduro, mariconadas, romántico, loco. Parecía fácil menospreciar lo que nunca se había sentido.

A veces hasta me hacían dudar. O yo de verdad estaba loco, o loco era simplemente el término a aplicar al que no vivía en una determinada realidad, definida por vete a saber quien. Los de los maletines.

En ambos casos me importaba tres cojones.

—Fuckowski, memorias de un ingeniero, de Alfredo de Hoces García-Galán —