El instituto era lo que de forma eufemística puede llamarse un «centro de enseñanza». En un centro de enseñanza uno enseña y enseña y enseña sin que quede tiempo para la investigación, para la contemplación o para participar en otros asuntos. Sólo enseñas y enseñas y enseñas hasta que se te embota la mente, desaparece tu creatividad y te conviertes en un autómata, diciendo las mismas cosas una y otra vez a interminables oleadas de inocentes alumnos, incapaces de entender por qué eres tan aburrido; pierdes su respeto y a la vez esparces esta falta de respeto sobre la comunidad. La razón de que enseñes y enseñes y enseñes es que ésta es una forma muy ingeniosa de administrar de manera económica una universidad, mientras das una falsa apariencia de auténtica educación.
Sin embargo, a pesar de todo, él llamaba al instituto por un nombre carente de sentido, que en realidad sonaba algo risible teniendo en cuenta su verdadera naturaleza. Pero el nombre tenía para él un gran significado, se aferró a él y sintió, antes de abandonarlo, que lo había machacado en suficientes cabezas como para que no se olvidara. Lo llamaba la «Iglesia de la Razón», y mucha de la perplejidad de la gente habría desaparecido si hubieran entendido lo que realmente quería decir con esto.
Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta
Libro de Robert M. Pirsig