A veces se argumenta que no existe el progreso real, que una civilización que masacra multitudes en guerras masivas, que contamina la tierra y los océanos con cantidades siempre crecientes de desechos, que destruye la dignidad de los individuos sometiéndolos a una forzosa existencia mecanizada, difícilmente puede considerarse un avance sobre la más simple existencia de los cazadores-recolectores prehistóricos. Pero este argumento, aunque de atractivo romántico, no se sostiene. Las tribus primitivas permitían mucha menor libertad individual que la que permite la sociedad moderna. Las antiguas guerras se libraban con mucha menor justificación moral que las actuales. Una civilización que produce desechos puede encontrar, y está haciéndolo, métodos para eliminarlos sin producir daño ecológico. Y los cuadros del hombre primitivo en los textos escolares omiten a veces algunos de los graves inconvenientes de su vida primitiva: el dolor, las enfermedades, el hambre o el duro trabajo que tenía que realizar tan sólo para sobrevivir. El paso de esa agonía de desnuda existencia a la vida moderna puede ser sobriamente descrito sólo como un avance hacia arriba, y el agente único para este progreso es sin duda la razón misma.
Podemos ver cómo los procesos formales e informales de hipótesis, experimentación, conclusión, siglo tras siglo repetidos con nuevos materiales, han construido las jerarquías de pensamiento que han eliminado a la mayoría de los enemigos del hombre primitivo. Hasta cierto punto, la condena romántica de la racionalidad surge de la eficacia misma de la racionalidad para sacar a los hombres de sus condiciones primitivas. Ese agente tan poderoso y avasallador del hombre civilizado ha desterrado prácticamente todo lo demás, y ahora domina al propio hombre. Ahí está el origen de la queja.
Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta
Libro de Robert M. Pirsig