Kat ha encontrado una caballeriza llena de paja. Ahora podríamos dormir calientes, si no fuera por el hambre terrible que sentimos.
Kropp pregunta a un artillero que lleva tiempo en la zona:
—¿Hay alguna cantina por aquí cerca?
El otro se ríe.
—¡Qué va a haber! Aquí no encontrarás nada, ni una corteza de pan.
—¿Ya no vive nadie?
El artillero escupe.
—Sí, algunos. Pero se pasan el día husmeando cerca de nuestras ollas y mendigando comida.
Mala cosa. Así pues, tendremos que apretarnos los cinturones y esperar hasta mañana.
Sin embargo, veo a Kat calarse la gorra, y le pregunto:
—¿Adónde vas, Kat?
—A ver qué se puede hacer— responde, y se va.
El artillero suelta una risita burlona.
—¡Anda, ve, y no vuelvas muy cargado!
Decepcionados, nos acostamos pensando en la posibilidad de pegar un bocado de las provisiones de reserva. Pero es demasiado arriesgado, así que intentamos descabezar un sueñecito.
Kropp parte un cigarrillo y me da la mitad. Tjaden habla del plato típico de su país, alubias con tocino. Condena a los que lo preparan sin ajedrea. Pero, sobre todo, debe cocerse todo junto, y no, por el amor de Dios, las patatas, las alubias y el tocino por separado. Alguien amenaza a Tjaden con hacerle picadillo si no se calla de una vez. Entonces quedamos en silencio en la gran sala. Algunas velas crepitan en el cuello de unas botellas, y de vez en cuando el artillero escupe.
Estamos ya adormecidos cuando de improviso se abre la puerta y aparece Kat. Me parece un sueño: lleva dos panes bajo el brazo y en la mano una bolsa manchada de sangre con carne de caballo.
Al artillero se le cae la pipa de la boca. Toca el pan.
—Es pan auténtico, y todavía está caliente...
Kat no dice nada. Ha conseguido pan, lo demás no importa. Estoy convencido de que si lo enviasen al desierto, en una hora organizaría una cena a base de dátiles, carne asada y vino.
Se limita a decir a Haie:
—Corta leña.
Luego se saca del abrigo una sartén y del bolsillo un puñado de sal e incluso un poco de manteca: ha pensado en todo. Haie enciende un fuego en el suelo, que crepita en la fábrica vacía. Salimos de la cama.
El artillero duda. Parece sopesar si debe alabar a Kat a fin de conseguir una ración. Pero Katczinsky ni siquiera le mira, como si no existiera, de modo que al final se larga maldiciendo.
Kat sabe cómo asar la carne de caballo para que quede tierna. No debe freírse enseguida, porque queda dura. Primero debe hervirse un poco en agua. Nos sentamos en círculo con el cuchillo en la mano y nos hartamos de comer.
Ése es Kat.
Sin novedad en el frente, Erich Maria Remarque